Sólo quiero ser sombra en tu reflejo,
la última nota del eco de tu voz,
el último rastro de tu aroma al pasar.
Quiero diluirme en tus fluidos,
esconderme en tus esquinas
y agarrarme fuerte en los ángulos de tu cuerpo.
No quiero ser tú:
quiero desaparecer en ti.
Que no quede más de mi persona
que un DNI caducado
y la certeza de que en un cajón te he construido
a mi imagen y semejanza
para poder desaparecer en mí.
(Poema improvisado en la jam de Los diablos Azules a raíz del verso "sólo quiero ser sombra en tu reflejo", 19/01/2016).
Entre el vaivén, la risa.
Una carcajada en la menor
si la pendiente despeña entre riscos airados.
Una sonrisita templada
si la línea marca el horizonte sin vacilar.
Pero siempre, la risa.
Como un termómetro de mercurio
que sube y baja.
Como una pluma de paloma
que ondea guiada por el aire.
Aire que expele la risa.
Más amarga cuanto más plana,
más frenopática cuanto más dislocada.
Una línea que viene y va
en ondeantes ondas hertzianas.
Pero siempre, la risa.
De aquí a allá.
De allá a acá.
De ahora a luego o nunca.
De ¡alehop! a ¡tachán!
Risa como convulsión,
como acicate y revulsivo.
Risa como llanto
y como canto desesperado.
Risa histérica, histriónica, acrobática,
dramática, pragmática. Patética.
Es normal que todo el mundo esté desquiciado,
así que se vuelve necesario que les ‘quicien’
volviéndoles ‘anormales’.
Aquí la regla no la forja la cantidad.
Claro que palabras maniqueas como ‘normal’
no son políticamente correctas,
por lo que lo normal ahora es lo más corriente,
lo habitual;
porque lo normal es nada.
No hay norma,
porque una norma implica un legislador que la cree
y unos esclavos que la acepten,
y el ser humano es libre,
con convenciones sociales,
que suena mejor que normas sociales
pero que en realidad son normas admitidas tácitamente,
que es la tercera acepción que da la RAE de esta palabra.
Así pues lo normal ahora es ‘anormal’,
y todo el mundo necesita que lo normalicen
para jugar dentro de esas convenciones sociales
y poder decir eso de ‘estoy buscando mi identidad’
tan en boga hoy en día;
porque el capitalismo nos ha corrompido,
porque el estado del bienestar nos ha confundido,
porque mi madre tiene la culpa,
porque no sé quién soy
o quién debería ser
o quién quiero ser
o cuál de mis yoes me gusta más
o es más normal.
Peter Pan ya no sonríe. Se
ha hecho mayor y sus suspiros acarician un pasado que creía que no tendría que
añorar. Con los surcos del tiempo dibujados en su rostro, persigue las
manecillas del reloj, en un movimiento que, inexorablemente, avanza hacia un
futuro que creía que no tendría que temer.
Peter Pan ahora fuma habanos
y, entre cada amarga exhalación, recuerda cómo el cine le hizo grande. Desde
1904 recorriendo los rincones de Nunca
Jamás para que Disney le haga crecer tan sólo cincuenta años más tarde. Y
en ese momento, se dio cuenta de que ya no habría Nunca Jamás, tan sólo Siempre.
Siempre no es
una isla, es un apéndice minúsculo de una península olvidada. Mr. Pan aún añora
su confortable isla verde, en la que las risas de los niños perdidos refulgían
entre los rayos de sol y elegir al jefe
de los juegos era el mayor problema con que se enfrentaban. Añora las noches en
las que, dormidos todos los niños, a salvo de piratas, se subía al peñón más
alto y en las estrellas reflejadas en el tranquilo mar podía leer la cara de
Wendy.
Siempre no
tiene mar, sólo una capa de grueso hielo en la que lo único que se refleja es
algún rayo de sol, que, perdido, ha batido los muros del opaco cielo. Siempre es frío, vetusto y no hay más
sonidos que el quejoso arrastrar de pies y la tos de los viejos. Porque Siempre es un país de viejos. Sin mar,
sin peñones, sin sirenas ni piratas, sin Wendys
reflejadas.
El tiempo pasa rápido en Siempre. El tiempo es relativo, dicen, y
en Siempre pasa rápido. Pero nada se
inmuta. El hielo sigue siendo hielo y los nubarrones siguen encerrando al sol.
De vez en cuando, muere algún viejo, cansado de esperar; pero siempre llega
alguno nuevo. Nadie sabe cómo ni por dónde. Cuentan que hay un camino de flores
que te trae hasta aquí, pero nadie lo ha visto. Porque en Siempre no existe la “calle”, no hay paseos ni aceras ni
carreteras, sólo la inmensa edificación Villa
Siempre, en la que cada viejo tiene su habitación, de la que sólo sale para
vagabundear por los pasillos o charlar en los salones. Mr. Pan tiene suerte; su
habitación, en la decimotercera planta, es exterior: con vistas al hielo. Sin
embargo, el fantasioso Dorian vive en el sótano, recluido por loco, con sus
brillantes rizos rubios a sus pies, bañados en el orín de las ratas. Sentado en
una esquina, Dorian se agarra la cabeza, cuyos rizos devoró la piel, y repite
una y otra vez: “Yo soy más guapo que Hurd Hatfield, yo soy más guapo que Hurd
Hatfield…”. Y, de vez en cuando, mira en una cinta de ocho milímetros su
retrato.
Dorian no lo sabe, pero Mr.
Pan tiene cierta envidia de él. A veces, cuando baja al sótano, le espía y a
Mr. Pan le invade una enorme envidia. Él ya no puede mirar su retrato. Su
sombra se le descosió y, probablemente, esté ahora paseando por las apacibles
orillas de El Lago de las Sirenas,
con su juventud intacta.
El padre Ambrosio también
tiene un cuadro, y dicen que por él acabó en el sótano ‒o en La cueva de los Piratas, como lo llama
Mr. Pan‒. Lo mira con devoción, le susurra largas letanías y, entrecruzando sus
arrugados dedos a la altura del pecho, se pregunta si su crimen fue tal que
merece ser recordado por aquello. Peter Pan le ha visto alguna vez en la
capilla de Villa Siempre ‒el cura le
consigue los mejores habanos del país y suele bajar a hablar con él‒. La última
vez que estuvo fue en el funeral del Conde. Cuando terminaron los oficios, el
padre Ambrosio entró y estuvo largo rato de rodillas en el primer banco,
rezando por el alma del impío que acababa de morir y suplicando a Dios que le
aceptase en su seno, del cual se apartó hace demasiado tiempo ya. Ambrosio y el
Conde vivían en celdas contiguas y compartían un mismo destino: ambos se habían
alejado de Dios a causa de una mujer. Ambrosio está arrepentido, trata de
conseguir el perdón divino con sus plegarias y se había impuesto como
penitencia salvar al Conde de su herejía. Pero el Conde estaba abocado a seguir
la estela del mito que sobre él se había forjado. Sabía que nunca saldría de Villa Siempre, ¡tantos fueron los que
allí le metieron! Se dejó morir, lentamente, acurrucado en su capa, roja como
la sangre.
Nadie sale nunca de Villa Siempre, eso lo sabe todo el que
entra. Los muertos dejan paso a los vivos, y el espacio se renueva de caras, de
gestos, de voces. Pero nadie encuentra el camino de vuelta a casa, porque no lo
hay. No hay chapines de rubíes que, al chocar, devuelvan al hogar. Dorothy lo
sabe bien, cada día lo intenta.
Y Mr. Pan no puede volar, es
complicado encontrar pensamientos alegres en un mundo gris. Además, Campanilla
está separada de la Villa, en otra parte llena de seres fantásticos que ni
Peter Pan puede soñar, y sus polvos ya no brillan. Ya no hay aplausos que la
salven.
Peter Pan fuma habanos pero
a veces se refugia en su mente de niño para recordar que una vez siempre lo
fue. Por eso corretea por los pasillos y espía al resto de los ocupantes. A
veces finge encarnizadas luchas con el capitán Garfio. Dicen que él también
está allí, en La Cueva de los Piratas,
pero Mr. Pan nunca le ha visto. Se pregunta qué aspecto tendrá ahora y quién
ganaría en una pelea. O siquiera si tendrían ganas de pelear.
Peter Pan es un
“niño-viejo”, pero hay más “niños-viejos” en Villa Siempre. Está aquel que siempre pasea en pijama e intenta
descifrar el misterio de sus arrugas de “viejo” de tres años. O aquel otro que
toca su tambor de hojalata día y noche. No habla mucho con ellos; llegaron más
tarde que él y, aunque intentó que fueran amigos, estaban demasiado perdidos en
sus trágicas historias. No conocen el secreto de Villa Siempre. Pero Mr. Pan sí, fue Oliver quien se lo desveló
cuando llegó a este lugar.
Fue en una noche fría y
oscura, como cualquier otra en la Villa, cuando Peter Pan apareció en la
puerta. Sin maleta, sin conciencia de saberse allí. Algo, entre rancio y
olvido, se podía respirar en aquel laberinto de figuras que Peter fue cruzando
hasta llegar a una gran sala. En el centro, sentado en una mesa, rodeado de viejos,
amasando su boina, contaba una historia Oliver. Peter, a lo lejos, escuchaba y
su mundo de niños felices se derrumbaba al comprender que no todos tenían una
isla o una casita como la de Wendy. Oliver observó el gesto compungido de Peter
y se acercó a él, pensando que estaba triste porque no entendía qué hacía allí ‒aunque,
en realidad, Peter no había tenido tiempo de pensarlo; aún Peter era un niño de
Nunca Jamás‒.
Se presentó como Oliver
Twist, pero le rogó que, a pesar de las arrugas de su rostro, le llamase
siempre Oliver, porque él era un “niño-viejo”. No te asustes, le dijo. Nosotros
éramos palabras y adquiríamos formas tan dispares como lectores hubo, hay y
habrá. Nuestro mundo era diferente según quien lo pintase en su propio mundo. Hemos
perdido nuestra identidad: la de no ser nunca los mismos. El cine nos ha hecho
llegar a este sitio olvidado. Venimos aquí a morir de la imaginación.
Peter Pan ahora fuma habanos
y, mientras corretea y espía en los pasillos, espera morir un día no muy
lejano.
Aquella casa
siempre me había producido cierto escalofrío. Quizá se debiera a tiernas
pesadillas de infante; aquellas en las que un horrible monstruo, encadenado en
el sótano, aguardaba impaciente mis prietas carnes. O aquel híbrido de árbol y
dragón alado que esperaba en la parte trasera del jardín a que se me escapase
la pelota. O aquel ser de ojos punzantes, en forma de jersey que me miraba
desde el armario hasta que me dormía. Era una casa grande y llena de huecos y
recovecos que favorecían toda clase de tétrica ilusión. Pero entre todos
aquellos lugares que me provocaban sudores y temores, había uno donde sentía el
abrazo seguro de mi ángel de la guarda.
Mi padre tenía
en su despacho una réplica de La bañista
de Valpinçon, de Ingres. Una obra que desde sus años de estudiante le había
apasionado. Tan pensativa, tan etérea. Con esa parsimonia de quien sabe que
tiene todo el tiempo del mundo.
Todas las
noches, después de cenar, mientras mi madre recogía la cocina y me concedía
unos minutos antes de ir a la cama, me gustaba sentarme en el pasillo y asomar
mi naricita por la puerta de su despacho. Desde allí podía ver a mi padre,
hombre delgado y con bigote a veces un poco descuidado. Con esa lentitud con la
que siempre hacía las cosas, ponía los pies descalzos sobre la vieja y robusta mesa de
madera de roble, encendía la pipa que conservaba de su abuelo y, mirando de soslayo al
cuadro, hablaba a aquella bañista de mirada perdida en un punto que desaparecía
a través del marco que la cobijaba. A veces me quedaba adormilada escuchando
aquellas historias que con tanta dulzura le narraba. Cuando abría los ojos y la
voz susurradora de mi padre se apagaba dando paso al silencio, casi se podía
oír el tenue llanto de la bañista. Cada noche una nueva historia, un llanto
sordo.
Perseguida por
esa imagen, por esa bañista de fría indiferencia y gélido exotismo, una mañana
de abril decidí visitar la vieja casa de Villaviciosa, cuyo silencio desde hace
años no había podido apagar el murmullo de mi padre.
Abrí la
chirriante puerta y noté el crujir de la húmeda madera bajo mis pies
agarrotados por el miedo. Recorrí sigilosamente, como si alguien pudiese
escucharme, la entrada y el pasillo que conducía al despacho de mi padre. Entré
en él, pero ya nada era igual. Sólo quedaban algunos muebles tapados por viejas
mantas y cortinas y un fuerte olor a tabaco impregnado en las paredes que ni el
paso de los años había podido borrar. Busqué a la bañista, pero no estaba en su
sitio, aunque el tiempo le había fabricado un túmulo en la pared. Levanté la
sábana que cubría el escritorio de mi padre pero tampoco la encontré allí. Busqué,
y busqué, debajo de cada mueble, cada manta; busqué desesperadamente aquel
cuadro que necesitaba ver, aunque fuese, sólo una vez. Colgarlo en su sitio,
sentarme en el pasillo y asomar mi naricita por la puerta.
Cuando hube
terminado la inspección por el despacho, revolví el resto de habitaciones. Nada. La bañista había desaparecido. Eché una última mirada a los
recuerdos que había despertado aquella casa y me fui.
Pero antes de cruzar
el umbral de la puerta principal, me pareció oír un sollozo. Como aquellos que
producía la bañista. Segura de que aquel sonido había sido producido por mi
inconsciencia pero demasiado aferrada a la idea de encontrar el cuadro, volví a
entrar en la casa y emprendí la búsqueda. Esta vez, mi guía era aquel tímido
gimoteo que provenía de las paredes.
Subí las
escaleras y giré lentamente la puerta. Ante mis ojos apareció por fin la bañista,
sentada en el borde de la bañera, con la mirada perdida en un punto lejano. La
bañista en todo su esplendor, y sólo para mí. Tímidamente, me acerqué y le
pregunté el motivo de su llanto. Giró la cabeza y dejó ver un rostro quebrado,
deformado en una mueca de tristeza. Mirando
más allá de todos esos rasgos que la ajaban, comprendí todas las horas
que mi padre había invertido en dibujarle una sonrisa o un atisbo de vida. Con
los enrojecidos ojos clavados en los míos, suspiró y suavemente dijo que
mi escultor había moldeado sus mejores rasgos sobre mi gesto. Y ese escultor
era el motivo de su pena. Añoraba profundamente sus historias, pero lo que más
sentía era no haber tenido la oportunidad de agradecerle cada una de ellas, ni
de confesarle lo mucho que le amaba. Dedicándome un bosquejo de sonrisa, calló
mis palabras con su mirada cabizbaja. Tiró el manto que llevaba en el brazo
izquierdo y se dio el baño que desde 1807 esperaba.
Nunca más volví
a ver a la bañista en la vieja casa de Villaviciosa. Tampoco la busqué. Porque
cumplí la promesa que le hice aquel día y que ella no quiso escuchar. Cogí La bañista de Valpinçon y la coloqué
sobre la tumba de mi padre, para que, estuviese donde estuviese, siguiera
contándole más historias.
Tenía sólo siete años la primera vez
que me dijo: ¡enséñamela! Yo era un chico tímido y, aunque ella era el amor de
mi vida –entonces ya lo sabía-, no pude hacerlo. Ella esperó paciente, pero al
ver que mi respuesta no llegaba me dijo que era tonto y empezó a reír, de esa
forma nerviosa en la que lo hacen los niños cuando oyen palabras como ‘culo’.
La segunda vez que me lo dijo fue en
Londres, durante el viaje de fin de curso.
Estábamos en una discoteca y nos
marchábamos a otro sitio. Nos habíamos separado del grupo porque ella
antes de salir quería ir al baño y nadie parecía hacerle caso; así que yo, que
siempre intentaba estar a escasos metros por si me ‘necesitaba’, me
quedé esperando al otro lado de la puerta. Ésta, de repente, se abrió y me
ofreció la visión más bonita que nunca he tenido ni tendré: el coño de Claudia. Se ruborizó e, intentando que el paquete de kleenex que llevaba en la boca
no se cayese ni su bolso rozase el suelo, le arreó una consistente patada a la
puerta. Al cabo de unos minutos, salió del
baño atusándose la falda y se puso frente al espejo.
- Muy
bien – me dijo - ¡enséñamela!
Yo titubeé y mi cara debió asemejarse
bastante a un símbolo de interrogación porque ella continuó:
- Sí,
sí, has oído bien. ¡Enséñamela! Es lo justo.
Tenía razón, así que miré a uno y
otro lado para cerciorarme de que no había nadie más y se la enseñé. Satisfecha
asintió y nos marchamos.
Aunque parezca imposible, sí, hubo
una tercera vez en que me lo pidió.