Sentada en el suelo, limpiaba el cuchillo con el que acababa de trocear a
su gato. Lo hacía parsimoniosamente, tarareando una de esas canciones que tan
de moda estaban en la radio. Daba vueltas a la afilada arma y se aseguraba de
que cada recoveco quedase sin mácula. Veía su rostro reflejado en el metal; un
rostro sin gesto, de fulgurantes ojos verdes, nariz chata y mentón elegante,
moteado de gotas rojas. Cuando dio por concluida su tarea, lo guardó en un
cajón de la cocina y volvió al salón, plegó el plástico que albergaba los
restos de su gato y lo tiró a la basura.
La mañana se levantó perezosa, con el cielo pintado de negro, amenazante,
dispuesta a desbordar su ira en las aceras. Se irguió en la cama, se acercó a
la ventana, la abrió y, sacando medio cuerpo fuera, cerró los ojos y sonrió. Le
gustaban las mañanas oscuras, que poseían ese halo de nocturnidad, en las que
era necesario iluminar los objetos para verlos. Se dio cuenta de que, a pesar
de lo que pudiera parecer, no hacía frío. Aún así se puso la bata, algo
infantil, que reposaba a los pies de su cama y fue descalza a tirar la basura
en el contenedor de la esquina.
A eso de las doce de la mañana, salió al porche del bloque que albergaba
la oficina en la que trabaja para fumarse un cigarrillo. Allí habló con María,
la de administración, sobre las reformas que estaba llevando a cabo su empresa.
Las dos mujeres estaban de acuerdo en que era intolerable aceptar las nuevas
condiciones, en que al nuevo jefe, compañero suyo hasta hace bien poco, le
habían invadido aires de grandeza y pretendía seguir escalando puestos a base
de torturar al trabajador para que sus jefes apreciasen sus dotes de mando.
Pero las dos mujeres también sabían que en aquella pequeña oficina una
revolución era imposible, ya que entre sus empleados, no más de doce, el
espíritu rebelde era una cualidad ausente. Almas grises, enfundadas en trajes
baratos. Mientras se les consumían los últimos milímetros de cigarrillo,
llegaron a la conclusión de que dos eran las únicas opciones: dimitir o
consentir en tolerar aquella situación, como ya se dijo antes, intolerable.
Miraron en direcciones opuestas y, apagando los cigarrillos, entraron en el
edificio sin dejar claro qué postura adoptaría ninguna de ellas.
El día se le pasó rápido y sintió una enorme alegría cuando vio en el
reloj del ordenador que ya era la hora de marcharse. Recogió sus cosas y
declinó, amablemente, la invitación de María de tomarse unas cañas. Tenía ganas
de llegar a casa. Quizá esa ilusión fue la que hizo que el trayecto en metro le
pareciese mucho más corto de lo habitual y no reparase, siquiera, en la gente
que compartía con ella dicho habitáculo. Tenía la costumbre de observar
detenidamente a su alrededor y fantasear con la vida de aquellas personas que,
por unos minutos, compartían la suya. Como la de aquel señor que se sentó
enfrente de ella el día anterior, que tenía las uñas negras y rostro cansado y
alicaído (aunque a veces, estas dos cosas se confundan, ella sabía muy bien
cómo diferenciarlas), y que supuso que se trataba de un mecánico al que
acababan de despedir de su trabajo y volvía a casa preguntándose cómo haría
ahora para mantener a su mujer y a su hijo de tan sólo tres años, al que
imaginó mal vestido, lleno de babas y atacado por una tos que nunca cesaba. O
la de la jovencita que compartía asiento con el mecánico y llevaba una falda
muy corta que dejaba entrever una celulitis incipiente que ella parecía no ver,
ya que llevaba unas fotos, que, seguramente, acababa de hacerle un fotógrafo,
que, a ciencia cierta, habría intentado sobrepasarse con ella, para llevarlas a
aquella agencia de modelos que había descubierto un día por internet, de tan
supuesta afamada reputación, según rezaba la propia página, y que, en realidad,
se trataba más de una agencia cuyos logros se resumían no en las pasarelas ni en
las portadas de las revistas sino en los programas basura de televisión, en los
que la gente hace todo tipo de aberraciones para después labrarse un futuro
como comentarista político en las tertulias de los matinales. Se la imaginó al
lado de aquellas presentadoras de alto copete comentando que la vicepresidenta
de cual se había excedido en su maquillaje y que, por eso, había disminuido la
intención de voto por su partido.
Cuando llegó a casa se tumbó sobre el charco de sangre que aún yacía en
el suelo del salón y, tras dar varias vueltas, se desnudó, quemó la ropa que
llevaba puesta, ahora manchada por la intensidad de aquel rojo magenta cegador,
en el bidé del cuarto de baño y se dio una ducha mientras retomaba el tarareo
de la canción de la noche anterior. Antes de cenar, decidió fregar el suelo de
toda la casa y bajar en bata a tirar la ropa quemada y la mopa que acababa de
usar.
A la mañana siguiente, se levantó un poco antes para volver a fregar el
apartamento; cogió una camiseta de su armario y lo hizo a la vieja usanza, como
lo hacían antes las mujeres, antes de que el inventor español Jalón Corominas
le pusiese un palo de escoba al mocho. Tiró la camiseta al contenedor y llegó
tarde al trabajo, donde comentó con María su hazaña de otra era y ambas bromearon con la fregona de la oficina sobre la
posibilidad de que don Manuel no hubiese inventado el actual artilugio y ella
sufriese una bursitis terrible en las rodillas. No hay que decir que a la
señora de la limpieza no le hizo tanta gracia como a ellas.
A la salida de la oficina, le pareció una gran idea ir a tomar un cóctel
a un bar próximo a su casa. No tenía muchas amigas, así que decidió ir sola; le
gustaba la idea de sentarse en uno de aquellos cómodos sofás, fumar un
cigarrillo detrás de otro, escuchar una excelente música de jazz, que aislaba
del resto de sonidos del garito sin dificultad, mientras tamborileaba con sus
finos dedos de uñas coloridas en sus piernas cruzadas. Cuando ya iba por su
segundo Bloody Mary, un hombre de unos treinta y cinco años, pelo cano, robusto
y bien vestido se acercó a ella y le confesó que llevaba un buen rato
observándola desde la barra, mientras con los ojillos le preguntaba si podía
sentarse a su lado. Ella hizo un gesto de resignación con el que pretendía
indicarle que si bien le disgustaba la idea no oponía total resistencia. El
hombre se sentó y se presentó como Roberto Jalón; ella sonrió, era el segundo
Jalón del día y la idea de que nunca antes hubiese conocido a nadie con ese
apellido y ahora se topase con dos en tan corto espacio de tiempo le hizo
pensar que su presencia allí tenía algo de augurio de un destino compartido.
Mientras abría una nueva cajetilla de tabaco y encendía un pitillo, le miró
fijamente a los ojos y le dijo: anteayer maté a mi gato. Como ya había
presagiado, el hombre no se levantó, ni siquiera hizo una mueca de extrañeza ni
se vio en la tesitura de intentar disimular un gesto que no acudió a su rostro
de forma natural. Yo lo he intentado varias veces, pero nunca he conseguido
reunir el valor suficiente, contestó. Cualquier otra persona hubiera pensado
que esta afirmación respondía a un juego tácito, pensaría que su interlocutor
no creía en la veracidad de las palabras pronunciadas e intentaba seguir la
chanza, con el fin de dar a entender que si realmente lo que quería era
asustarle y que se marchara no lo iba a conseguir tan fácilmente; pero ella no,
ella le creyó y sonrió. Puedo ayudarte…, si quieres. El poco tiempo de que
había dispuesto para observar a su acompañante le fue suficiente para divagar
acerca de su vida. Se imaginó a un hombre con un buen trabajo, que si bien no
podía permitirse grandes lujos tampoco tenía problemas para llegar a fin de
mes. No se había casado, pero sí había tenido una relación hace años que le
hizo sufrir y, desde entonces, no había tenido relaciones serias con nadie,
aunque desde hacía unos meses se había planteado una nueva vida en la que las
mujeres tenían cabida como algo más que un mero objeto. Era obvio que el gato
no era suyo, sino de su ex, y en su
nueva vida no tenía lugar, por lo que realmente había pensado en varias
ocasiones acabar con él. En su nuevo proyecto vital tampoco encajaba su actual
trabajo, que ella estaba segura había decidido dejar en un tiempo no superior a
un mes y dedicarse, quizá, a un sueño de infancia frustrado. Le imaginaba en su
piso, un ático en el centro, con sus elegantes muebles y un montón de recuerdos
que acababa de almacenar y tirar en el contenedor de la esquina contigua a su
casa. Le imaginaba leyendo a Kafka y a otros grandes escritores alemanes,
arrancando las hojas que le disgustaban, tachando las frases que no le
encajaban en la narración y creando sus propias historias a partir de los
espacios en blanco que dejaba. Le divertía pensar que no tenía respeto por
nada.
No, prefiero que me enseñes cómo lo hiciste.
Al cabo de veinte minutos llegaban al apartamento de ella, que, muy
protocolariamente, le sirvió una copa y le invitó a sentarse en el sofá. Desde
allí le señaló el lugar exacto en el que, hasta pocas horas antes, había
brillado el charco de sangre, el lugar en el que por fin había terminado con
aquel sueño molesto que la perseguía desde hace tiempo, el lugar que ella
entendía como el de su victoria. Roberto apuró su copa casi de un trago y,
faltando al trato protocolario que ella le había dedicado al entrar, dijo que
tenía hambre y que si era posible comer algo, que no fuera gato, bromeó, lo que
no le gustó mucho a ella. Le indicó que la acompañase con un gesto de cabeza y
ya en la cocina fue relatando en voz alta lo que iba encontrando en el
frigorífico. Queso está bien, gracias. Mientras ella cogía el semicurado, le
indicó en qué cajón podía encontrar los cuchillos y dónde estaba la tabla de
madera. Al darse la vuelta, sonrío. Ése es el cuchillo con el que troceé al
gato. Roberto quitó el plástico que protegía la cuña de queso y se cortó un
buen trozo que apuró casi sin respirar. Tenía unas manos grandes, bien
cuidadas. Ella las estaba observando cuando Roberto comenzó a hablar. Aquella
cocina le recordaba a la que había en su antigua casa, un pisito acogedor en el
Paseo de Gracia de Barcelona, que, supuso ella, compartió con su ex. La cocina era grande, con una gran
isla en el centro y un enorme ventanal bajo el que descansaba un banco lleno de
cojines de alegres motivos. Sin duda, era lo mejor de la casa. Eso dijo él.
El silencio se hizo espeso, asfixiante; mientras, Roberto escudriñaba los
rincones y terminaba el último pedazo de queso que había sobre la mesa. Ella
seguía imaginando su vida. Informático, sin duda era informático. Tenía esos
ojillos vidriosos y la mirada perdida y entrecerrada de los que pasan tantas
horas enfrente de un ordenador que ya no saben mirar de otra manera si la luz
de la estancia no es la que proyecta una pantalla. Le imaginaba en un enorme
despacho, que distaba mucho de las tres semiparedes
que limitaban su espacio en la oficina, aporreando sin cesar las teclas,
cogiendo el teléfono malhumorado y malhumorándose más al haberlo colgado. Tenía
un carácter fuerte, sin duda, y estaba acostumbrado a salirse con la suya.
¿Cómo lo hiciste? Serían aproximadamente las diez de la noche. Después del
trabajo me fui al bar en el que nos hemos conocido hoy y tras dos Bloody Mary
me marché. Cuando llegué tenía hambre, así que abrí la nevera, más como un acto
reflejo que como otra cosa, pues ya sabía que estaba vacía. Aún así, la abrí y
cerré un par de veces hasta que comprobé que, en cada ocasión, siempre aparecía
lo mismo: un trozo de queso, un par de yogures, un brick de leche y un tomate
en los inicios de la putrefacción. Vamos, lo mismo que te he ofrecido hace un
rato. Pero no pienses mal, dijo entre risas, no maté al gato para comérmelo. En
ese momento, el gato entró por la ventana de la cocina. El jodido gato era un
desagradecido y se pasaba más tiempo fuera de casa que dentro. Sólo venía a
comer y a dormir. Siempre me ha caído mal, con ese aire de suficiencia y sus
continuos bufidos. Espera, espera, enséñame cómo lo hiciste. Desde el
principio. Ella, algo molesta, se levantó de la banqueta y se dirigió a la
puerta de entrada, seguida de Roberto. Allí fingió cerrar la puerta. Mirando al
techo y arrastrando los pies en pasos cortos se dirigió a la nevera, como para
dar a entender con eso que le parecía una tontería todo aquello. Ya enfrente
del frigorífico, lo abrió y lo cerró un par de veces. Luego se dirigió a la
ventana y cogió un cojín alargado que reposaba sobre el banco. Lo movió
simulando el contoneo del gato por toda la cocina, hasta que se detuvo de nuevo
enfrente de la nevera. Frotó el cojín contra su pierna mientras ronroneaba e
hizo el amago con la otra mano de acariciarlo, pero en ese momento soltó un
gran bufido y fingió que el gato echaba a correr. El jodido gato casi nunca me
dejaba acariciarle, siempre me huía y salía corriendo, el muy… Pero no sé
porqué me obcequé en que quería acariciarle y le perseguí por la cocina,
llamándole con mi voz más dulce: “gato de los cojooones… ven aquí gatito,
ven…”. A la vez que relataba los hechos, recreaba la escena. Roberto lucía una
media sonrisa. Total, que después de perseguirle por toda la casa, me harté y
empecé a tirarle las cosas que iba encontrando a mi paso; pero, claro, ya te
habrás dado cuenta de que no tengo muchas cosas en el salón y no era plan de
tirarle la tele. Así que… En ese momento se quitó un zapato y lo lanzó contra
el lugar en el que había estado el charco de sangre. ¡Paf! Con la suerte de que
se le clavó el tacón en la cabeza y quedó moribundo sobre el suelo. Aún no
estaba muerto, y cuando me acerqué para acariciarle, el muy jodido gato me
arañó. Recogí el zapato y empecé a clavarle el tacón por todo su cuerpecito,
hasta que exhaló el último de sus asquerosos bufidos. Roberto observaba
interesado cómo clavaba el zapato en el cojín que hacía las veces de gato. Ya
más calmada, me dirigí hacia la cocina, cogí el cuchillo con el que te has
cortado el queso hace un rato y lo troceé. Y allí mismo, en el salón, se puso a
destrozar el cojín. Y eso es todo. ¿Qué hiciste con los trozos? Un guiso, ¡no te jode! Pues tirarlos al contenedor, ¿qué iba a hacer? Roberto
afirmó con la cabeza, satisfecho. Ella abandonó los restos del cojín y el
cuchillo en el suelo y puso dos copas más.
Mientras hablaban de trivialidades, ella seguía dando rienda suelta a su
imaginación. Estaba convencida de que Roberto conducía un Audi A4 y que, algún
día de esta semana, o quizá la próxima, se dirigiría en su coche a su oficina
con una carta de dimisión, que presentaría al jefe con la misma media sonrisa
que había mostrado durante el relato de la muerte del gato. Abriría la puerta
del despacho del director sin llamar, ya se ha dicho que ella le imaginaba sin
respeto por nada, que, por la fuerza empleada, chocaría contra la roja pared,
dejando algunos trocitos de pintura en el suelo. Su jefe empezaría a gritar por
tal comportamiento y entonces él le graparía la dimisión en la frente. En
realidad, esto último no lo pensaba en serio, pero le divertía imaginar que
pudiese suceder de esa manera. Después, volvería a su coche, con el maletero
lleno, y emprendería un viaje muy largo, quizá hasta Suiza, sin más paradas que
las necesarias para comer o dormir unas pocas horas.
Mientras Roberto hablaba sobre algo que poco o nada le interesaba a ella,
ésta le interrumpió. Espera un momento, hay una cosa que tengo que hacer. Cogió
el móvil de su bolso y comenzó a escribir un mensaje de texto. “María, mañana
no voy a ir a currar, he decidido que lo dejo. Ya apareceré por ahí para
presentar mi dimisión. Si pregunta Fonso, mándale a la mierda”. Ya se imaginaba
alquilando un coche que la llevaría de camino a Suiza, sin más paradas que las
necesarias para comer o dormir unas pocas horas.
Cuando volvió a guardar el móvil, Roberto retomó su charla, pero ya ella no
podía escucharle, tenía la mente demasiado ocupada en elucubraciones acerca de
su futuro. Se imaginaba haciendo su primera parada en Barcelona. Iría al Paseo
de Gracia e intentaría adivinar en qué edificio había vivido Roberto, en qué
piso, cómo estaría amueblado, dónde estaría situada su empresa, qué camino
escogería para dirigirse hacia ella, etc.; así hasta un número inimaginable de
supuestos. Luego, previa parada para descansar en cualquier pueblecito que se
abriera en su camino, iría a Paris. ¿Qué te parece? ¿Qué? Perdona, me temo que estaba en otro
sitio. ¿Qué decías? Roberto la miró de arriba a abajo y luego de abajo a
arriba, molesto. Supongo que nada interesante, contestó. Ella intentó
disculparse, no con demasiado aplomo, alegando que al día siguiente comenzaría
para ella una nueva vida y que estaba embebida en sus planes. Por un momento, pensó
en compartirlos con él, pero rápidamente desistió de esa idea. No, en serio, ¿qué
decías?, dijo pensando que él, que estaba visiblemente ofendido, se marcharía
sin más. Nada interesante, sólo que ayer maté a mi novia. Ella le miró y preguntó por qué, aunque después de pronunciadas
estas palabras se dio cuenta de que no había correspondido a la cortesía que él
le había mostrado cuando en ningún momento formuló aquella pregunta sobre la
historia del gato. Roberto la miró, se acercó un poco a ella. Ven, te voy a
enseñar cómo lo hice.