La bañista de Valpiçon, Ingres |
Aquella casa
siempre me había producido cierto escalofrío. Quizá se debiera a tiernas
pesadillas de infante; aquellas en las que un horrible monstruo, encadenado en
el sótano, aguardaba impaciente mis prietas carnes. O aquel híbrido de árbol y
dragón alado que esperaba en la parte trasera del jardín a que se me escapase
la pelota. O aquel ser de ojos punzantes, en forma de jersey que me miraba
desde el armario hasta que me dormía. Era una casa grande y llena de huecos y
recovecos que favorecían toda clase de tétrica ilusión. Pero entre todos
aquellos lugares que me provocaban sudores y temores, había uno donde sentía el
abrazo seguro de mi ángel de la guarda.
Mi padre tenía
en su despacho una réplica de La bañista
de Valpinçon, de Ingres. Una obra que desde sus años de estudiante le había
apasionado. Tan pensativa, tan etérea. Con esa parsimonia de quien sabe que
tiene todo el tiempo del mundo.
Todas las
noches, después de cenar, mientras mi madre recogía la cocina y me concedía
unos minutos antes de ir a la cama, me gustaba sentarme en el pasillo y asomar
mi naricita por la puerta de su despacho. Desde allí podía ver a mi padre,
hombre delgado y con bigote a veces un poco descuidado. Con esa lentitud con la
que siempre hacía las cosas, ponía los pies descalzos sobre la vieja y robusta mesa de
madera de roble, encendía la pipa que conservaba de su abuelo y, mirando de soslayo al
cuadro, hablaba a aquella bañista de mirada perdida en un punto que desaparecía
a través del marco que la cobijaba. A veces me quedaba adormilada escuchando
aquellas historias que con tanta dulzura le narraba. Cuando abría los ojos y la
voz susurradora de mi padre se apagaba dando paso al silencio, casi se podía
oír el tenue llanto de la bañista. Cada noche una nueva historia, un llanto
sordo.
Perseguida por
esa imagen, por esa bañista de fría indiferencia y gélido exotismo, una mañana
de abril decidí visitar la vieja casa de Villaviciosa, cuyo silencio desde hace
años no había podido apagar el murmullo de mi padre.
Abrí la
chirriante puerta y noté el crujir de la húmeda madera bajo mis pies
agarrotados por el miedo. Recorrí sigilosamente, como si alguien pudiese
escucharme, la entrada y el pasillo que conducía al despacho de mi padre. Entré
en él, pero ya nada era igual. Sólo quedaban algunos muebles tapados por viejas
mantas y cortinas y un fuerte olor a tabaco impregnado en las paredes que ni el
paso de los años había podido borrar. Busqué a la bañista, pero no estaba en su
sitio, aunque el tiempo le había fabricado un túmulo en la pared. Levanté la
sábana que cubría el escritorio de mi padre pero tampoco la encontré allí. Busqué,
y busqué, debajo de cada mueble, cada manta; busqué desesperadamente aquel
cuadro que necesitaba ver, aunque fuese, sólo una vez. Colgarlo en su sitio,
sentarme en el pasillo y asomar mi naricita por la puerta.
Cuando hube
terminado la inspección por el despacho, revolví el resto de habitaciones. Nada. La bañista había desaparecido. Eché una última mirada a los
recuerdos que había despertado aquella casa y me fui.
Pero antes de cruzar
el umbral de la puerta principal, me pareció oír un sollozo. Como aquellos que
producía la bañista. Segura de que aquel sonido había sido producido por mi
inconsciencia pero demasiado aferrada a la idea de encontrar el cuadro, volví a
entrar en la casa y emprendí la búsqueda. Esta vez, mi guía era aquel tímido
gimoteo que provenía de las paredes.
Subí las
escaleras y giré lentamente la puerta. Ante mis ojos apareció por fin la bañista,
sentada en el borde de la bañera, con la mirada perdida en un punto lejano. La
bañista en todo su esplendor, y sólo para mí. Tímidamente, me acerqué y le
pregunté el motivo de su llanto. Giró la cabeza y dejó ver un rostro quebrado,
deformado en una mueca de tristeza. Mirando
más allá de todos esos rasgos que la ajaban, comprendí todas las horas
que mi padre había invertido en dibujarle una sonrisa o un atisbo de vida. Con
los enrojecidos ojos clavados en los míos, suspiró y suavemente dijo que
mi escultor había moldeado sus mejores rasgos sobre mi gesto. Y ese escultor
era el motivo de su pena. Añoraba profundamente sus historias, pero lo que más
sentía era no haber tenido la oportunidad de agradecerle cada una de ellas, ni
de confesarle lo mucho que le amaba. Dedicándome un bosquejo de sonrisa, calló
mis palabras con su mirada cabizbaja. Tiró el manto que llevaba en el brazo
izquierdo y se dio el baño que desde 1807 esperaba.
Nunca más volví
a ver a la bañista en la vieja casa de Villaviciosa. Tampoco la busqué. Porque
cumplí la promesa que le hice aquel día y que ella no quiso escuchar. Cogí La bañista de Valpinçon y la coloqué
sobre la tumba de mi padre, para que, estuviese donde estuviese, siguiera
contándole más historias.
The Temptations, "My girl"
* (NAG 2004)
Versión mejorada 2012
Versión mejorada 2012