martes, 17 de abril de 2012

La bañista


La bañista de Valpiçon, Ingres


Aquella casa siempre me había producido cierto escalofrío. Quizá se debiera a tiernas pesadillas de infante; aquellas en las que un horrible monstruo, encadenado en el sótano, aguardaba impaciente mis prietas carnes. O aquel híbrido de árbol y dragón alado que esperaba en la parte trasera del jardín a que se me escapase la pelota. O aquel ser de ojos punzantes, en forma de jersey que me miraba desde el armario hasta que me dormía. Era una casa grande y llena de huecos y recovecos que favorecían toda clase de tétrica ilusión. Pero entre todos aquellos lugares que me provocaban sudores y temores, había uno donde sentía el abrazo seguro de mi ángel de la guarda.
Mi padre tenía en su despacho una réplica de La bañista de Valpinçon, de Ingres. Una obra que desde sus años de estudiante le había apasionado. Tan pensativa, tan etérea. Con esa parsimonia de quien sabe que tiene todo el tiempo del mundo.
Todas las noches, después de cenar, mientras mi madre recogía la cocina y me concedía unos minutos antes de ir a la cama, me gustaba sentarme en el pasillo y asomar mi naricita por la puerta de su despacho. Desde allí podía ver a mi padre, hombre delgado y con bigote a veces un poco descuidado. Con esa lentitud con la que siempre hacía las cosas, ponía los pies descalzos sobre la vieja y robusta mesa de madera de roble, encendía la pipa que conservaba de su abuelo y, mirando de soslayo al cuadro, hablaba a aquella bañista de mirada perdida en un punto que desaparecía a través del marco que la cobijaba. A veces me quedaba adormilada escuchando aquellas historias que con tanta dulzura le narraba. Cuando abría los ojos y la voz susurradora de mi padre se apagaba dando paso al silencio, casi se podía oír el tenue llanto de la bañista. Cada noche una nueva historia, un llanto sordo.



Perseguida por esa imagen, por esa bañista de fría indiferencia y gélido exotismo, una mañana de abril decidí visitar la vieja casa de Villaviciosa, cuyo silencio desde hace años no había podido apagar el murmullo de mi padre. 
Abrí la chirriante puerta y noté el crujir de la húmeda madera bajo mis pies agarrotados por el miedo. Recorrí sigilosamente, como si alguien pudiese escucharme, la entrada y el pasillo que conducía al despacho de mi padre. Entré en él, pero ya nada era igual. Sólo quedaban algunos muebles tapados por viejas mantas y cortinas y un fuerte olor a tabaco impregnado en las paredes que ni el paso de los años había podido borrar. Busqué a la bañista, pero no estaba en su sitio, aunque el tiempo le había fabricado un túmulo en la pared. Levanté la sábana que cubría el escritorio de mi padre pero tampoco la encontré allí. Busqué, y busqué, debajo de cada mueble, cada manta; busqué desesperadamente aquel cuadro que necesitaba ver, aunque fuese, sólo una vez. Colgarlo en su sitio, sentarme en el pasillo y asomar mi naricita por la puerta.
Cuando hube terminado la inspección por el despacho, revolví el resto de habitaciones. Nada. La bañista había desaparecido. Eché una última mirada a los recuerdos que había despertado aquella casa y me fui.
Pero antes de cruzar el umbral de la puerta principal, me pareció oír un sollozo. Como aquellos que producía la bañista. Segura de que aquel sonido había sido producido por mi inconsciencia pero demasiado aferrada a la idea de encontrar el cuadro, volví a entrar en la casa y emprendí la búsqueda. Esta vez, mi guía era aquel tímido gimoteo que provenía de las paredes.
Subí las escaleras y giré lentamente la puerta. Ante mis ojos apareció por fin la bañista, sentada en el borde de la bañera, con la mirada perdida en un punto lejano. La bañista en todo su esplendor, y sólo para mí. Tímidamente, me acerqué y le pregunté el motivo de su llanto. Giró la cabeza y dejó ver un rostro quebrado, deformado en una mueca de tristeza. Mirando más allá de todos esos rasgos que la ajaban, comprendí todas las horas que mi padre había invertido en dibujarle una sonrisa o un atisbo de vida. Con los enrojecidos ojos clavados en los míos, suspiró y suavemente dijo que mi escultor había moldeado sus mejores rasgos sobre mi gesto. Y ese escultor era el motivo de su pena. Añoraba profundamente sus historias, pero lo que más sentía era no haber tenido la oportunidad de agradecerle cada una de ellas, ni de confesarle lo mucho que le amaba. Dedicándome un bosquejo de sonrisa, calló mis palabras con su mirada cabizbaja. Tiró el manto que llevaba en el brazo izquierdo y se dio el baño que desde 1807 esperaba.


Nunca más volví a ver a la bañista en la vieja casa de Villaviciosa. Tampoco la busqué. Porque cumplí la promesa que le hice aquel día y que ella no quiso escuchar. Cogí La bañista de Valpinçon y la coloqué sobre la tumba de mi padre, para que, estuviese donde estuviese, siguiera contándole más historias. 


The Temptations, "My girl"

* (NAG 2004)
Versión mejorada 2012

 

miércoles, 4 de abril de 2012

¡Enséñamela!





Tenía sólo siete años la primera vez que me dijo: ¡enséñamela! Yo era un chico tímido y, aunque ella era el amor de mi vida –entonces ya lo sabía-, no pude hacerlo. Ella esperó paciente, pero al ver que mi respuesta no llegaba me dijo que era tonto y empezó a reír, de esa forma nerviosa en la que lo hacen los niños cuando oyen palabras como ‘culo’.

La segunda vez que me lo dijo fue en Londres, durante el viaje de fin de curso.
Estábamos en una discoteca y nos marchábamos a otro sitio. Nos habíamos separado del grupo porque ella antes de salir quería ir al baño y nadie parecía hacerle caso; así que yo, que siempre intentaba estar a escasos metros por si me ‘necesitaba’, me quedé esperando al otro lado de la puerta. Ésta, de repente, se abrió y me ofreció la visión más bonita que nunca he tenido ni tendré: el coño de Claudia. Se ruborizó e, intentando que el paquete de kleenex que llevaba en la boca no se cayese ni su bolso rozase el suelo, le arreó una consistente patada a la puerta. Al cabo de unos minutos, salió del  baño atusándose la falda y se puso frente al espejo. 

Muy bien – me dijo - ¡enséñamela!

Yo titubeé y mi cara debió asemejarse bastante a un símbolo de interrogación porque ella continuó:

- Sí, sí, has oído bien. ¡Enséñamela! Es lo justo.

Tenía razón, así que miré a uno y otro lado para cerciorarme de que no había nadie más y se la enseñé. Satisfecha asintió y nos marchamos.

Aunque parezca imposible, sí, hubo una tercera vez en que me lo pidió.


The Cynics, 'Girl, you're on my mind'

* (NAG 2012)